La historia de la metafísica ha sido, ya desde los albores de la filosofía, la crónica de un descrédito anunciado. Desde la censura a los primeros Físicos, simiente de la ulterior sofistería, hasta la actual substitución de dicha rama del conocimiento por la disertación política y la beatería pseudomística, pasando por la queja de Sexto Empírico consistente en destacar que se encuentra «una divergencia irresoluble entre la gente corriente o entre los filósofos»;[1] la metafísica ha sido tradicionalmente –salvo las excepciones de sobra conocidas– reducida, en el mejor de los casos, a una mera especulación rayana en el registro poético, y denostada en los demás.
En lo relativo a la investigación filosófica dicho rechazo –producto de aquella desavenencia ya indicada– se debe, en esencia, al muy heterodoxo modo en que uno y otro aborda las cuestiones y esgrime su aparataje conceptual, de tal modo que lo que espeta uno en relación a un cierto haz de términos, ejecutados en un silogismo con arreglo a las leyes lógicas, puede antojarse toto genere distinto a lo que aseverase algún otro haciendo uso de las mismas palabras; pues pocas cosas son más ciertas en relación a la filosofía que aquello ya destacado por Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación: «La filosofía es un monstruo de muchas cabezas, y cada una habla una lengua distinta».[2]
Esta dificultad, de la que no es libre en absoluto la filosofía en general, se torna mayúscula en lo que respecta a la metafísica en particular, pues no es ya que este o aquel filósofo haga un uso ad livitum de los conceptos idiosincráticos de la metafísica, imposibilitándose de este modo hacer avanzar un tanto la ciencia; sino que ni si quiera existe un mínimo consenso respecto a cuál sea el objeto mismo de la metafísica. De ahí que, en este campo, hayan proliferado los charlatanes de toda cuna, empecinados en hacer pasar por verdadero y sesudo lo que, no obstante, era mero galimatías de prestidigitador, pudiendo aspirar por ello tan sólo a una mera persuasión engañosa.
Así le ha ido desde antiguo a la metafísica, germinando brotes verdes en el tocón de un árbol muerto ya hace mucho, de modo que a cada pequeño y tímido paso que se daba se retrocedían tantos otros en ocasión del alumbramiento de una nueva época, cada cual atravesada por su particular espíritu, desmembrándose a cada rato la marejada de la metafísica contra el espigón de las generaciones
Y así flotaba como espuma, pero de tal modo que tan pronto como se disipaba la que había sido recogida, aparecía inmediatamente otra en la superficie, la cual recogían siempre algunos con avidez, mientras que otros, en lugar de buscar en las profundidades la causa de este fenómeno, se creían muy sabios, porque se reían de los vanos esfuerzos de los primeros.[3]
Con estas someras líneas no se pretende ofrecer un nuevo designio a la metafísica, ni siquiera dilucidar tímidamente cual pudiera ser su auténtico objeto de estudio o su verdadero método; semejante pretensión se realizaría, habida cuenta de lo escueto de estas palabras, con la deshonesta intención de epatar. No, la reflexión que aquí se sugiere no es otra que la siguiente: ¿Acaso ha desaparecido la metafísica?
Para lo que ahora nos ocupa, entendamos por “metafísica” aquel supuesto conocimiento relativo a la esencia íntima de la realidad[4] el cual constituye un interés inherente al ser humano.[5] Ahora bien, cual sea su objeto natural, si el ser en sí mismo, lo absolutamente indeterminado, Dios o el sino de la existencia; esto, como digo, no entra a colación.
Algunos, tal vez, podrían recriminarme el que yo incurra aquí en una petitio principii, pues afirmo que la metafísica es un interés inherente al ser humano precisamente aseverando que todo ser humano siente debilidad por las cuestiones de esta índole. No pudiendo ofrecerse aquí una demostración a priori de semejante juicio sugiero prestar atención a algunos casos a posteriori que, considero, podrían ilustrar lo que se argumenta.
Desde la inteligencia más humilde a la más tenaz, lo cierto es que todos y cada uno ensayan cierto espíritu metafísico, y sólo es la muy diversa disposición del entendimiento de los seres humanos lo que hace que dicha tendencia resulte risible o digna de atención; pues es precisamente el vigor de la intuición del individuo el que, aparejado a un correcto dominio de los conceptos y una esbelta factura del juicio, permite que el instinto metafísico se eleve hasta los elíseos del escrutinio abstracto o quede varado en la mojigatería supersticiosa.
Son, a mi parecer, tres las formas en que el discernimiento se catapulta a la especulación filosófica: exegética, teleológica o apofántica. Si lo primero, nos encontramos con aquellas metafísicas que se interrogan por el origen del mundo; en tanto que así operan con arreglo a las leyes del principio de razón suficiente, de ahí que su pregunta verse en torno al “Cómo” del mundo. Casos de este modo de ensayar una metafísica pueden rastrearse hasta los sistemas dogmáticos y los relatos genéticos de las diversas teologías. El segundo modo se interroga respecto al por-venir del mundo y por ello se pregunta en relación al “Para qué”. En esta categoría encontraríamos las diversas soteriologías, i. e., teorías de la salvación, todo tipo de teleología, así como el ucronismo político, el cual ha devenido de un tiempo a esta parte puro fetichismo catecista. Finalmente, podemos entender la metafísica en términos apofánticos, esto es, como una reflexión relativa al “Qué” de la existencia. La diferencia fundamental entre este último modo y los dos anteriores radica en que este y sólo este puede evitar incurrir en la confusión entre razón del ser y sentido del ser.[6]
En base a esto, resta preguntar de nuevo, ¿dónde se aprecia ese interés inherente al ser humano por la metafísica? Precisamente, en los sucedáneos de metafísica que proliferan en nuestra contemporaneidad. Se cree, torpemente, que la nuestra es una época postmetafísica, pero sólo es preciso prestar atención a lo que los sentidos nos presentar para concluir que, así como esta es la época más atea de la historia de la humanidad pero también, irónicamente y con todo, la más beata; asimismo, digo, es la más metafísica.[7]
Desde aquellos que se empecinan en reseguir los meandros de la causalidad para desentrañar la estructura del átomo[8] –hoy filamentos, mañana nódulos, así como antaño la luz era entendida alternativamente como ondulaciones o gránulos– hasta quienes se regodean en tediosas disquisiciones sobre la revolución incipiente o futura que anuncia una eventual emancipación de la raza de los hombres; todos y cada uno, proyectando sus particulares dioses conformando lararios y erigiendo panteones supuestamente secularizados, procuran sacias su apetito metafísico. Poco importa si ungen sus frentes con aceite sacro o si se reúnen en alguna asamblea libertaria –que hace las veces de capilla – para perpetrar el ulterior colapso del capitalismo; lo cierto es que si se les quita a los hombres sus dioses le rezarán a las piedras.
Que el espíritu de los hombres abandone completamente alguna vez las investigaciones metafísicas es algo que se puede esperar tan poco como que, para no respirar siempre aire impuro, prefieran dejar por completo de tomar aliento. Habrá siempre, pues, en el mundo, y lo que es más, habrá en cada uno, especialmente en el hombre reflexivo, una metafísica que, a falta de un patrón de medida público, cada cual se confeccionará a su modo.[9]
La tarea que resta consistiría en una analítica de dichos sucedáneos de metafísica, la cual auguro encontraría en la categorización triádica anterior un paradigma adecuado.
Por ende, la metafísica jamás desapareció, sino que fue extirpada de la serena reflexión filosófica, desahuciándola de su postrera majestad, para exiliarla a los páramos de la superstición, el fanatismo y los nuevos mesianismos, de esos con que tanto gustan sermonear los doctos doctores, los cuales las más de las veces no son otra cosa que monaguillos imbuidos de una espuria sapiencia y coronados por la aureola de sus muchos artículos, libritos y panfletos destinados a los sedientos náufragos en las dunas del Sentido; quienes procurando saciar ávidos su sed, se zambullen de lleno en los mohosos abrevaderos de un falso oasis.
Quienes, como yo, crean ver pruebas fehacientes de esto que aquí se asegura, comprenderán la pertinencia, pues, de una nueva metafísica.
[1] Sexto Empírico, Por qué ser escéptico, trad. Martín Sevilla, Tecnos, Madrid, 2009, [I, 165], pg. 104
[2] Schopenhauer, Arthur, M. V. R., trad. Rafael Díaz, Gredos, Madrid, 2010, II, 17, [113], pg. 127
[3] Kant, Immanuel, Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder pensarse como ciencia, trad. mario Ciami, Istmo, Madrid, 1999, [AK. IV, 272], pg. 57
[4] Schopenhauer, Arthur, M. V. R. II, trad. Pilar López de Santa María, Trotta, Madrid, 2003, I, 17, [180], pg. 202
[5] Cfr. Kant, Immanuel, Prolegómenos, [AK. IV, 362], pg. 275
[6] Vid. Gámez, H. W., Entre Escila y Caribdis, o el azar y la necesidad
[7] Que cada cual juzgue si de la peor o mejor calaña
[8] «Ni Zeus, ni Júpiter, ni el Dios de los judíos, cristianos y mahometanos, ni el Brahmán de los hindúes, en suma, ninguna esencia incognoscible y trascendente, ha sido tan fervorosamente objeto de creencia como la mística diosa Materia». Mainländer, Philipp, Filosofía de la redención, trad. Manuel Pérez Cornejo, Xorki, Madrid, 2014, II, 35, [101], pg. 131
[9] Kant, Immanuel, Prolegómenos, [AK. IV, 367], pg. 291