SIGUIENDO A BRUNO LATOUR

Por Víctor Hermoso

Este pasado verano la cadena televisiva francesa Arte publicaba una entrevista a Bruno Latour en el salón de su casa del Barrio de la Latina de París, algo aparentemente no muy propio del entrevistado. Ante la pregunta del entrevistador sobre dicha excepcionalidad, Latour, siempre tan amable y socarrón, señalaba que a sus setenta y cinco años se acercaba al final de su vida y que era el momento de recoger lo sembrado e intentar dar a conocer al público el resultado de sus más de cuarenta años de investigaciones. Pocos sabían (quizás sus más allegados y algunos colegas) lo connotadas que estaban aquellas palabras: el autor francés llevaba tiempo padeciendo un cáncer que, finalmente, acabaría terminando con su vida este pasado 9 de octubre de 2022.

En las últimas décadas Latour se había convertido en una de las referencias clave para el pensamiento contemporáneo, hasta el punto (nada desdeñable) de haberse situado en el ranking de los 10 autores más citados en las disciplinas de Humanidades, superando a algunos machotes todopoderosos como Kant, Freud, Heidegger o Walter Benjamin. Sin embargo, y pese a su popularidad, Latour tenía algo de razón cuando señalaba que quizás era el momento de hacer intentar entender el producto de sus variadas y eclécticas investigaciones. Así lo hemos podido observar en las crónicas póstumas al autor en las que algunos de los calificativos más repetidos en la prensa generalista española fueron los de: “humanista”, “deconstructor de las ciencias” o “referente del pensamiento ecologista”. A estos medios cabría aplicar el titular de aquel reportaje del New York Times de 2018 que ellos mismos se jactaban de citar: “Bruno Latour: el más célebre y más incomprendido de los filósofos franceses”.

Pero ¿A qué se debe esta fama de autor incomprendido siendo precisamente uno de los escritores contemporáneos menos oscuros, citacionistas y abstrusos? Vamos a ello: para deshacer este enredo seguiremos de manera muy sucinta su trabajo intentando clarificar algunos de los calificativos lanzados por la prensa. Siendo Latour un acérrimo enemigo de las reducciones, este escrito no tiene otro objetivo que comenzar a limar algunas de estas presuposiciones. La labor me la encomienda el propio Latour que, solo a veces, a él sí que le gustaba citar a Kant (1950): “No solo basta con mostrar que algo es una ilusión. Necesitamos saber por qué es necesaria la ilusión”.

 

¿Deconstructor de las ciencias? ¡Constructor de hechos!

Tras un trabajo de campo en Costa de Marfil, a Latour se le ocurrió que podría desarrollar una etnografía no de los “salvajes” o “incivilizados” como la antropología acostumbraba, sino de las propias sociedades occidentales, más en concreto de los laboratorios científicos, dejando muestra de ello en Vida en el laboratorio. La construcción de los hechos científicos (1979) escrito conjuntamente con el sociólogo Steve Woolgar. En este trabajo, los autores trataban de describir el proceso por el que una investigación de un grupo de científicos en el Instituto de Salk (California) pasaba a transformarse en un hecho científico. De ahí que uno de los motivos por los que es más conocido Bruno Latour es por, supuestamente, haber “deconstruído” la actividad de los científicos (e ingenieros) o, por decirlo en otros términos, por haber mostrado la “artificialidad” o “construcción social” de los productos científicos.

El problema aquí es qué entendemos por deconstrucción. En su sentido más filosófico, el origen del término se remonta a la obra del filósofo francés Jacques Derrida. La deconstrucción consistiría principalmente en el análisis textual de algunas de las dicotomías fundamentales del pensamiento occidental como son los de hombre/mujer, civilización/salvaje naturaleza/cultura… Pero, muy al contrario de los que algunos suponen, para Derrida la deconstrucción no tritura necesariamente las dicotomías, más bien lo que hace es mostrar cómo sus parejas de significados opuestos se pertenecen y co-implican mutuamente. Uno no puede existir sin el otro porque la existencia de uno solo tiene sentido como negación de su opuesto. El otro sentido de la palabra deconstrucción es el acuñado popularmente en una cierta lectura del primer sentido. Así, cuando se señala que “hay que deconstruir la heterosexualidad normativa” lo que se está indicando es que la heterosexualidad es una categoría social contingente y, por tanto, susceptible de ser resignificada desde nuevos principios. En este sentido, la deconstrucción implica un artificio, una práctica naturalizada socialmente que oculta sesgos y valores sociales.

El primer sentido de deconstrucción quizás podemos encontrarlo en el célebre (y fundamental) Nunca fuimos modernos (1991), en el que Latour reconstruye la historia del pensamiento moderno occidental en base a la dicotomía naturaleza/sociedad (más adelante un poco más de esto). Sin embargo, es en el segundo sentido de deconstrucción por el que, supuestamente, Latour habría deconstruído la ciencia, habiendo mostrado como lejos de ser un vergel de objetividad, neutralidad y universalidad, esta se trata de una práctica contaminada por un asidero de intereses humanos, pasiones calientes, dinámicas de poder, ansias de dominación y paranoica racionalización. Este es el sentido por el que habitualmente se señala que la ciencia es una “construcción social”. Desde esta perspectiva, la ciencia, como cualquier otra cultura, es dependiente y/o un producto de ciertas prácticas sociales que la legitiman históricamente.

Sin embargo, esta no es exactamente la visión de Latour. Para comprender su posicionamiento hemos de remontarnos a los años noventa, momento en el que Latour comenzó a convertirse en una figura célebre a partir de lo que se llamó la Guerra de las Ciencias. La Guerra de la Ciencias enfrentó a los realistas científicos (aquellos que afirman que conocemos la realidad tal y como es, sin alterarla mediante el proceso del conocimiento) y los constructivistas sociales (aquellos que afirman que, contrariamente, el proceso de construcción de un hecho es una práctica humana y contingente, explicable tan solo según parámetros sociales) y tuvo como origen una bromita bastante pesada que el mundo científico lanzó a las Humanidades: el escándalo Sokal.

Alan Sokal, un profesor de física y matemáticas, decidió enviar un artículo fake a la revista Social Text en el que, haciendo uso de la jerga, citación y oscuridad típica de los textos posmodernos, insinuaba que la gravedad cuántica se trataba de una mera construcción social. “Anything goes” que dijo Paul Feyerabend. El texto fue revisado y aceptado, así que al poco de su publicación, Sokal reveló que se trataba de un caballo de Troya, de una bomba-lapa… and he dropped the mic. Al revuelo que se montó le siguió la publicación del libro Imposturas Intelectuales (1997), coescrito con Jean Bricmont, en el que se acusaba a las facultades de Humanidades de falta de rigurosidad, arbitrariedad y a-cientificismo. Entre los autores que figuraban en la larga lista de infames posmodernos que atentaban contra la autoridad científica se encontraba… el bueno de Bruno. Sokal y Bricmont citaron aquella boutade que le hizo tan famoso cuando Latour afirmó que Ramsés II, el faraón de Egipto nacido en el 1303 a.C., no pudo haber muerto de tuberculosis dado que el bacilo de Koch (el agente que provoca dicha enfermedad) no fue descubierto hasta finales del siglo XIX.

Mientras los racionalistas científicos se tiraban de los pelos y le acusaban de irrealista, al mismo tiempo, sus colegas constructivistas de la Escuela de Edimburgo no paraban de acusarle de realista, de haber devuelto a la ciencia el carácter objetivo que la construcción social se había empeñado en desacreditar. Latour recibía pesados ganchos de ambas trincheras. ¿Por qué? Porque Latour se mostraba crítico con las dos posturas, ambas le resultaban incompletas: los cientificistas tan solo observan el producto final, el hecho científico una vez ha sido establecido como tal, pero niegan el proceso de elaboración, manipulación e intervención con las que los científicos trabajan, fuerzan y troquelan la realidad natural. Por otro lado, las constructivistas sociales se ofuscan con reducir los hechos científicos a intereses sociales, como si estos no dependiesen de objetos o entidades con sus propios intereses (esto también lo dejamos para más tarde), es decir, como si los científicos no se manchasen las batas blancas. Unos suben por la escalera y después la arrojan al vacío, los otros documentan al milímetro cómo se diseñó la escalera, pero no saben a donde les lleva.

Bueno, pero entonces ¿Qué piensa realmente Latour? ¿Ramsés II murió de Tuberculosis o no? ¿Es un constructivista social o un cientificista?

En sentido estricto, Latour tan solo dijo que la muerte de Ramsés II por tuberculosis no es un hecho científico: para que un hecho se establezca debe haber un proceso de construcción meticuloso que, en retrospectiva, permita a los científicos conectar o enrolar una momia de hace tres mil años en El Cairo, unos daños en su cadáver, un laboratorio en una capital europea y unas entidades que pululan en la actualidad. Un trabajo nada sencillo que requiere estudio, rigurosa elaboración, la superación de un sinfín de pruebas y, finalmente, la conformidad de la comunidad científica. Nada de eso se había dado hasta el momento, nadie había construido esa sólida red. Para Latour la actividad científica consiste en establecer redes entre diferentes entidades ya sean estas unos microbios, un laboratorio, el Egipto antiguo o los intereses del Museo Británico de Londres. Desde su teoría del actor-red la única prueba de verdad a la que se somete una red es la de su propia fuerza: adquirir estabilidad en base a instrumentos, experimentos, colegas o gráficos que consigan hacerla perdurable y resistir todas las falsaciones que se le presenten. Falsar un experimento científico ya establecido, comenzar a abrir cajas negras, tiene un precio que muy pocos científicos están dispuestos a pagar.

“Este Latour es un trilero: ¿Es entonces un constructivista social o un realista? ¿Deconstruye la ciencia o la defiende?”

Latour dice amar las ciencias y tener un enorme respeto hacia ellas. Pero, paradójicamente, defenderlas requiere mostrar su arduo proceso de construcción. Sin embargo, la construcción en Latour no debe entenderse como un artificio, una farsa o una ideación meramente social, sino como una asociación perdurable (o no) entre humanos y no humanos. ¡No hay nada más perdurable, estable y fiable que una buena construcción!  Por eso, desde bien temprano, Latour decidió dejar de usar el adjetivo “social” después de la palabra “construcción”, porque su sentido no es el mismo que el de muchos de sus (ex)colegas constructivistas (muchos de ellos dejaron también de usarla después de las aportaciones de Latour).

Bueno, hagamos una pequeña concesión: sí que podemos decir que Latour es un constructivista social pero como en toda mediación hay que pagar un peaje: tan solo podremos decirlo si extendemos aquello que llamamos sociedad a los no-humanos… Sin no-humanos no hay sociedad que valga. Veámoslo.

[A todo esto, años más tarde la comunidad científica le dio la razón a Latour, sugiriendo que, de hecho, Ramsés II murió probablemente de septicemia. Los cientificistas debían estar desolados… Pero ya les advertimos: ¡Esto es lo que pasa cuando construyes una red tan endeble!]

 

¿Humanista? Hordas de no-humanos… ¡Álcense!

Ya hemos pasado por el que seguramente es el punto más indigesto del pensamiento de Latour, a partir de ahora tan solo hará falta un poco de agua tibia para permitir que el bolo alimenticio pasé por la garganta y dejaremos que el estómago se encargue del resto (quizás un digestivo a estas alturas no haga ningún mal).

Otro de los calificativos más habituales que ha recibido Latour de la prensa (y también por parte del Emmanuel Macron) es el de ser un gran humanista. Con humanismo podríamos referir de manera muy genérica (e imprecisa) a aquellos que estudian y valoran la tradición cultural de la humanidad. En cierta manera, son aquellos que valorizan los actos y logros humanos por encima de todas las cosas, aquellos que ponen lo humano en el centro del tablero. ¡El humano es la medida de todas las cosas! ¡Curioso adjetivo para un pensador obstinado en dotar de voz y agencia a los no-humanos!

En un estudio sobre una sociedad de babuinos junto con la reputada primatóloga Shirley Strum, Latour y su colega llegaron a la conclusión de que aquello que denominamos precisamente “sociedad” babuina no se trataba de una estructura estructurante que determina de manera estable, sostenida y previa el comportamiento o las jerarquías que se establecen entre estos simpáticos primates. La evidencia aportada por Strum vino a señalar que, contrariamente a lo que los etnólogos habían postulado, la sociedad babuína se sostenía por intercambios face-to-face, es decir, los vínculos sociales no preexistían a cada interacción, sino que eran el producto continuo de dichas interacciones. La sociedad se produce a posteriori: es el resultado, no la causa. Al tratarse de un proceso ad infinitum las comunidades babuinas son altamente inestables, dado que el orden social puede alterarse como fruto de estos intercambios constantes.

Para Latour, la sociología ha estudiado a los humanos como si fuéramos babuinos, como si nuestro orden social, vínculos o jerarquías dependieran de intercambios constantes que amenazaran constantemente con destruir el orden social. Si la sociedad es aquello compuesto únicamente por sujetos, debería ser cuestión de una mala mirada y un par de bofetadas tomar el Palacio de Invierno. Sin embargo, nuestras sociedades son relativamente más estables y perdurables que las de los babuinos: las familias más ricas de Florencia lo han sido por los últimos seiscientos años y el Palacio de Invierno se tomó con algo más que miradas amenazadoras. ¿Qué es lo que nos diferencia entonces de los babuinos? La respuesta de Latour es sencilla: nuestras sociedades incluyen a muchos más actores: tiendan la alfombra roja a los no-humanos. Según Latour, para entender el orden social más perdurable de las comunidades humanos debemos dirigirnos primeramente hacia sus instituciones, fronteras, dinámica de mareas, armamentos, diques, coleteros, cordilleras, sistemas de irrigación, tenedores o semáforos. En todos ellos, los humanos depositan acciones, decisiones, valores o, incluso, constituciones políticas, que al quedar grabados en piedra son más perdurables y sostienen el orden social. Sin estos, la sociedad sería tan efímera como el orden social de una entrañable tarde en una playa nudista. Así, el gesto por antonomasia del pensamiento de Latour no es valorizar a los humanos, ni ponerlos en el centro del cosmos, contrariamente consiste en incluir a los no-humanos en nuestras sociedades. 

Ahora quizás podemos comprender mejor aquello de que una buena construcción científica es aquella que asocia de manera exitosa, resistente y longeva entidades humanas y no humanas. Al igual que el orden social se sostiene por la acción de entidades no-humanas, un hecho científico será perdurable y estable en cuanto consiga asociar cuantos más elementos posibles, sean humanos o, sobretodo, no humanos. Como decíamos, los no-humanos tienen agencia, sus propios guiones y catálogo de acciones, y forman parte del orden social tanto como los humanos. En consecuencia, los no-humanos participan de la comunidad científica tanto como los propios científicos. La ciencia se construye socialmente, sí, siempre y cuando entendamos que la sociedad (y la comunidad científica) está también formada por actores no-humanos: “hay más de nosotros de los que nos pensábamos”.

Por esto tanto cientificistas como constructivistas sociales se tiran de los pelos, porque Latour se propone reunir las dos palabras enemistadas: sus trabajos de campo tienen como resultado que cuanto más social sea la ciencia, cuanto más construida, más objetiva será. Cuanto más se socialice un laboratorio, cuanto más se extienda un hecho, es decir, cuantas más entidades no-humanas reclute entre sus filas, más amplia será su red, más incontestable, más objetiva. ¿Por qué sabemos que la gravedad es la misma en Lyon y en Washington? ¡Porqué el laboratorio se ha socializado! Ha extendido su red mediante cadenas de asociaciones, llevando instrumentos estandarizados de medición e inscripción más allá de las paredes del laboratorio (dejando además muescas de pan en el camino que le permitan volver a casa). ¡Cuánto más social, más objetivo! ¿Es Latour un constructivista social? Bueno, dime primero que entiendes por social…

 

¿Moderno, posmoderno…? ¡A-moderno!

El calificativo que sin duda ha faltado en las crónicas generalistas es el de posmoderno. Como decíamos, en la Guerra de las Ciencias y el delicado embrollo de las momias, Latour se ganó el apelativo de posmoderno. Quizás mucho tiempo ha pasado desde entonces y a nadie le importa ya este debate (mentira, seguimos con lo mismo treinta años después), o simplemente los periodistas tuvieron la deferencia de pensar que posmoderno era un palabro un poco feo para un hombre de cuerpo presente. ¿Existen cadáveres posmodernos? ¿Es la ironía, el desencanto, el descreimiento y el relativismo tan solo atributos que arrojar a los vivos?

La posmodernidad o posmodernismo son términos altamente confusos y variopintos, dado que se usan tanto como para designar cierto tipo de arquitectura (o arte más en general) del siglo XX, el pensamiento deconstructor de ciertos filósofos (principalmente) franceses, algunos movimientos políticos que han descreído de los grandes relatos emancipatorios, ciertas actitudes, creencias y hábitos de las sociedades tardocapitalistas o, simplemente (seamos sinceros, principalmente), un terrible insulto que connota oscuridad, textualismo y vende-humismo. Sin embargo, si algo tienen en común la posmodernidad y Bruno Latour es haber querido superar la Modernidad mediante el examen de las dicotomías propias de esta, pero con resultados y motivaciones opuestas. La gran diferencia es que la posmodernidad sostiene todavía el gran edificio moderno de dualidades, pero las encierra en mentes-cuba (mentes encerradas en cuerpos) que apenas son incapaces de oler, sentir o respirar las suaves brisas de la realidad: el acceso al mundo está vetado. Los posmodernos se encierran en la jaula del lenguaje y arrojan la llave al rio, preguntándose si pueden estar realmente seguros de la corriente que se la lleva. Pero para Latour las dicotomías no impiden el acceso a la realidad, ¡estas son justamente el producto de una manipulación astuta de la realidad!

En Nunca fuimos modernos (1991) es donde podemos rastrear el arduo trabajo de comprensión de la Modernidad. Para Latour, la Modernidad estableció una constitución, una policía epistemológica que dividía el mundo en, por un lado, una naturaleza fría, mecánica y objetiva y, al otro lado, una sociedad caliente, pasional y subjetiva. Dos esferas separadas que podrían colaborar de manera ocasional pero nada comprometedora. Pero mientras nos prometíamos que la naturaleza era absolutamente in-humana o trascedente no parábamos de amasarla para construir hechos en nuestros laboratorios: prueben a ir a un laboratorio a ver si encuentran un atisbo de naturaleza. Al mismo tiempo, también jurábamos que las sociedades eran inmanentes, absolutamente humanas, y no dejábamos de alimentarlas con no-humanos que las dotaban de perdurabilidad. Como aquel señor de Madrid que se preguntaba dónde estaba la contaminación: ¿Dónde está la subjetividad del cemento urbano? Ni la sociedad es tan subjetiva, ni la naturaleza tan objetiva.

Es en este sentido que Latour señala que nunca fuimos modernos, porque el gran relato de la Modernidad se basó en una separación naturaleza/sociedad que nos distinguía de las sociedades no occidentales y nos hacía progresar, pero la verdad es que siempre estuvimos mezclando churras con merinas. La Modernidad, gracias a la separabilidad de la naturaleza y la sociedad, se constituye como una flecha de tiempo que progresa hacia delante mientras deja atrás atavismos, falsas creencias e irracionalismos propios del infierno de lo social. ¡Fíjense cuanto hemos progresado que, como los “primitivos”, todavía compartimos que nuestras malas acciones (contaminantes) harán que el cielo caiga sobre nuestras cabezas!  Para superar la Modernidad, los posmodernos aumentaron todavía más el trecho entre la naturaleza y nuestras subjetividades. El gesto de Latour es el contrario: ¡la división no está en nuestras cabezas, textos o significados, la Gran División nunca ha existido! No existió la Modernidad, no hay nada que superar o dejar atrás. ¿Posmoderno? ¡Latour es un a-moderno!

 

¿Referente del ecologismo? ¡Destructor del ecologismo!

Para acabar podemos prestar atención al calificativo quizás menos controvertido de los que han ido apareciendo en la prensa. Efectivamente, los análisis de Latour en torno a las dicotomías y la construcción de la naturaleza y los hechos científicos plantean importantes cuestiones para la ecología política, así como temas de actualidad como la hipótesis del antropoceno. En este sentido es cierto que Latour ha sido un gran referente para el ecologismo contemporáneo. Eso sí, una gran referencia, pero este se encargó primero de liquidar al ecologismo político tal y como lo conocíamos. Basta con leerse de pasada Políticas de la Naturaleza (2004) [por cierto, un troleo supremo en la traducción, puesto que debería llamarse: Política­s de las Naturalezas] para comprobar el cariño que le tiene Latour a la ecología:

“What is to be done with political ecology? Nothing! What is to be done? Political ecology!”

El resultado de sus investigaciones sobre la antropología de los modernos conlleva una redefinición de la naturaleza y la política, categorías que el ecologismo político trató de mezclar acríticamente. Para Latour, el gran error del ecologismo es el de haber anunciado una naturaleza única, una mononaturaleza, que debe ser protegida respecto a las acciones irresponsables del hombre. La ecología política trataría entonces de sumar, de considerar la naturaleza (ese gran olvidado) en la política corriente, como quien coloca la guinda encima del pastel. Para Latour esto se trata de un sin sentido. La naturaleza y la sociedad, la ciencia y la política nunca han estado separadas. No tiene gracia ni decoro colocar una guinda en un pastel de guindas… Además, ¡es justamente la naturaleza la que está bloqueando la política! La atribución de una naturaleza unívoca, estable, fría, absolutamente ajena a nosotros es la que se usa como recurso para impedir que la política siga su curso y que la ciencia decida autoritariamente qué mundo queremos para nosotros, que tipo de entidades y hechos (proposiciones) debemos incorporar en nuestros colectivos: “La ciencia es política por otros medios”. Aunque aquí, como en otras ocasiones, debemos definir de qué hablamos cuando hablamos de política.

La política, para Latour es, tomando un término de su colega filósofa Isabelle Stengers, una (cosmo)política: el proceso de construcción colectiva de un mundo común. Si la sociedad estaba constituida por asociaciones perdurables de humanos y no-humanos, la política es la que hace posibles y/o legítimas dichas asociaciones. ¿Cómo hacer entonces ecología política? Trayendo las ciencias de vuelta a la democracia. En Políticas de la Naturaleza (2004), como si se tratara de la República platónica, Latour propone una nueva constitución para nuestras democracias, en las que a partir de diferentes cámaras de representación, nuestras democracias serían capaces de reconocer, dar voz y/o cabida a humanos y no-humanos. Una democracia de garantías, que permita las rendiciones de cuentas, también hacia las ciencias y sus efectos sobre nuestras sociedades. Para ello, Latour define una serie de habilidades que son repartidas entre distintos estamentos del Estado (político, científico, moral, legal…) que se encargaría de decidir si los pretendientes a formar parte de nuestras sociedades son legítimos y/o beneficiosos para el colectivo. Y aquí es donde colidan el “humanismo” de Latour y su “ecologismo”: un Parlamento de las Cosas, una naturaleza que no bloquee la política haciendo determinar de antemano que entidades cuentan y cuales son provechosas o no para nuestro colectivo, una extensión de la democracia hasta abarcar a los no-humanos en pos de la construcción de un (buen) mundo común.

Ahora que hemos llegado al final deberíamos retomar la pregunta inicial: ¿Por qué era necesaria la ilusión?

Ciertamente el pensamiento de Latour está lleno de paradojas e ideas que atentan contra el sentido común. Latour sortea estos contratiempos con gracia y elegancia intelectual, pero en ocasiones su pensamiento puede resultar extremadamente anti-intuitivo, hasta el punto de que adentrarse en sus lecturas implica una reformulación profunda de nuestra comprensión del mundo y de nuestros marcos de inteligibilidad. Su trabajo no solo ha rebatido algunos lugares comunes de nuestro pensamiento, sino que, como tal, ha reformulado por completo nuestra comprensión de lo social, poniendo los cimientos para el desarrollo de una nueva sociología (sociología de las asociaciones) con la que abordar de manera conjunta y armonizada las ciencias, las técnicas, el derecho, la religión, la democracia o el arte. Abriendo la asociación de entidades a una labor común, Latour se negó a seguir escribiendo notas a pie de página a ese señor que nos encerró para siempre en una caverna, delegando la composición del mundo a aquellos que sí que podían ver la luz. Además de esto, se suma la ingente dificultad de intentar resumir o etiquetar su trabajo en unas pocas líneas: la obra de Latour es, como su planteamiento filosófico, esencialmente irreductible. Como dijera en Irreducciones (1988): “Nada es, por sí mismo, reducible o irreductible a cualquier otra cosa”. La única manera de poder describir su trabajo es hacer lo mismo que él hace con científicos, ingenieros, jefes de estado o babuinos: solo podemos seguirle la pista, suprimir nuestras creencias, no dar nada por sentado y, finalmente, tratar de unir los puntos.

La reducción es la gran ilusión.

MARISA ARRIBAS