La pregunta por el valor de la filosofía puede tomar derivas aparentemente muy dispares en función de si se responde desde dentro o fuera de la academia. Más aún teniendo en consideración que esta pregunta se encuentra íntimamente ligada a aquella acerca de su (in)utilidad. Nos preguntamos si acaso los acercamientos habituales a esta pregunta no ofrecen una perspectiva demasiado optimista, centrada en los “frutos” maduros -a veces cerca de la descomposición- de la filosofía. Quizá una perspectiva de la filosofía como pensamiento vivo brinde un resultado menos complaciente, pero más cercano a la fuente de ese valor.
Cuando se pretende responder a estas cuestiones desde y para la academia es corriente recurrir a la consabida inutilidad de la filosofía, volviendo esta inutilidad en contra de aquellos que la considerasen una actividad ociosa al no producir beneficios materiales. Para quienes reclaman en cambio que la filosofía posee un valor intrínseco, su inutilidad su fuente indubitable. Y es que al no ser un medio destinado a un fin externo, la filosofía sería un fin en sí misma.
Irónicamente, este tipo de respuesta casa muy bien con el acercamiento de los foráneos a la filosofía, quienes, recogiendo la imagen que ofrece una academia esclerótica, verían en ella una forma -quizá la más excelsa y admirable- de edificación. Dice Kant que la dignidad del ser humano proviene de ser un fin en sí mismo. Y la edificación no es sino la realización de este fin. El desagradable reverso de esto es que tanto la filosofía como el ser humano, en tanto que fines en sí mismos, serían el súmmum de la inutilidad. La filosofía puede dar lugar a definiciones inesperadas e indeseadas.
No diremos sin embargo que considerar la filosofía de tal modo -como edificante- sea producto de un desconocimiento de aquello en lo que consiste verdaderamente esta disciplina. Los propios filósofos se han encargado muchas veces de abrir las puertas a estas consideraciones sobre nuestra disciplina. No en balde tienen tan buena recepción las posturas estoicas o epicúreas, por poner un fácil ejemplo, que afirman que la finalidad de la filosofía es la ataraxia, la vida tranquila que no se deja afectar por supersticiones o circunstancias externas que en absoluto podemos controlar.
Estas respuestas a la pregunta por el valor o utilidad de la filosofía suelen estar centradas, es evidente, en el componente ético o político de ésta. Una perspectiva que asume de principio su relación con la vida concreta y el hacer humano. Incluso la defensa que hace Kant de la Ilustración mediante el (buen) uso público de la razón y su condición para el progreso social va en esa línea. Pensamiento crítico e independiente, impasibilidad ante las contingencias y desdichas de la vida. En última instancia, estas respuestas -más aún, estas concepciones de la filosofía- edificantes buscan llevarnos a un estado ideal de armonía y paz (perpetua), ya sea con nosotros mismos o con el mundo que nos rodea. En definitiva, salir de la caverna.
Pero en nuestro mundo los ideales pesan poco y la crudeza de la materia se impone. Así Séneca, probablemente el estoico más conocido por todos, se suicidó ante el temor a las torturas que le haría sufrir Nerón en su afán de consolidar su poder. Sócrates decidió acatar su condena a muerte, priorizando el camino a la verdad a las leyes humanas. Hipatia de Alejandría fue descuartizada por fanáticos cristianos, y Philipp Mainländer se ahorcó usando como pedestal un montón de copias de su única obra filosófica publicada, la Filosofía de la redención. Lejos de la paz y la salud (mental o física) que pareciera conseguirse a través del “bello camino” que abre la filosofía -o eso parecieran querer mostrar algunos-, a veces la historia de la filosofía nos muestra también su potencia destructiva para los incautos que la practican.
Estas anécdotas no dejan de ser eso: anécdotas. Episodios peculiares de la historia que pueden ser interpretados de diversos modos, y que pueden decir mucho o poco acerca de la propia práctica filosófica.
Sin embargo, ya apuntan a un determinado lugar. Si poníamos antes en relación la visión profrana de la filosofía con la imagen que de esta ofrece nuestra academia -a todas luces anquilosada-, es justamente porque la filosofía sólo puede resultar edificante cuando se nos muestra como ya edificada. Esto es: una filosofía muerta, un castillo en ruinas que la vida del pensamiento ya no puede habitar. No sin marchitarse antes de haberse percatado del error que supone adentrarse imprudentemente en sus entrañas putrefactas.
Ahora bien, cuando nos cuidamos de no extirpar a la filosofía del pensamiento vivo que la ha dado a luz, estas anécdotas nos indican el riesgo intrínseco al filosofar: antes de que la filosofía pueda ofrecer unos brotes digeribles para el ser humano y su vida cotidiana, una ética o política “edificantes”, el pensamiento debe adentrarse en sus propias profundidades hasta ir más allá de sí mismo, penetrando en esa locura que es “lo más interior de todas las cosas”, en palabras de Schelling.
Salir de la caverna es emprender un viaje a un mundo inhumano, un éxodo del pensamiento en el que este se sienta, como dice Meillassoux, “plenamente en otra parte”. Sólo un “doxógrafo”, un especialista en lo que otros pensaron, puede hacer del pensamiento filosófico algo edificante, un fruto de su hacer, de la vida del pensar. Para un filósofo en cambio, reivindicar la filosofía sólo puede significar poner en valor ese acto de dar vida al pensar. Pero lejos de ser una experiencia luminosa, introducirse en los abismos del pensamiento nos abre a lo que Hegel denominó la “noche del mundo”, esa “nada vacía, que en su simplicidad lo encierra todo”. E insistimos, nada indica que sea una hermosa experiencia, como de caras hacia afuera se pretenda hacer creer. Lo que la filosofía encuentra en sus profundidades es una “noche de fantasmagorías: aquí surge de repente una cabeza ensangrentada, allí otra figura blanca, y se esfuman de nuevo. Esta noche es lo percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del mundo”.
En esos términos describía el joven Hegel lo que el espíritu se encuentra cuando se toma a sí mismo por objeto en ese éxodo del que hablamos. Si en esto consiste la filosofía, nos parece que es de todo menos edificante. Antes bien, resulta una actividad, ya lo dijimos, destructiva, terrible. Afirma Meillassoux, siguiendo a Deleuze, que “pensar es atravesar tres veces victorioso el Aqueronte, porque es tener el coraje de regresar a la peor de las muertes después de haber escapado al menos una vez: es retornar a lo peor, sabiendo que es lo peor”. Ante estas imágenes sólo podemos decir que si la filosofía posee un valor, desde luego este no proviene de su utilidad o inutilidad, sino de la locura que la engendra y el horror al que conduce.