PENSAMIENTO DÉBIL PARA UN MUNDO (I)RREAL

Por Enrique Guimerá

Para continuar la tarea de pensar después de la modernidad es necesario hacerse cargo de la experiencia del desarraigo posmoderno como una toma de conciencia de la contingencia frente al camino emancipatoria moderno de la continua superación e iluminación progresiva de lo verdadero hasta alcanzar la plenitud. Si el sujeto moderno se siente parte de una historia unificada que lo determina, la práctica del nihilismo consumado es la de una desrealización, en tanto que ya no está ligada a la solidez de los valores últimos que le daban firmeza a la vivencia del mundo [1]  que viene a suceder al desencantamiento del mundo de la Ilustración.

Repensar la relación con la modernidad es revitalizar el diálogo con la tradición; abre la puerta a un nuevo movimiento de apropiación del sentido de la historia, que esta vez queda liberada de su carácter teológico/metafísico. Si uno de los elementos definitorios de la modernidad es el del dominio de la idea de la historia del pensamiento como progresiva iluminación, a través de un proceso progresivo de apropiación de los fundamentos, lo característico de la posmodernidad es, a su tiempo, la disolución de lo nuevo y de su valor como categoría [2]. Frente a una forma de interpretar la historia como un proceso total y unitario, la desrealización del mundo se da por la vía del desplazamiento al valor de lo simbólico, la historia se desvela ahora como una ficción que sirve para persuadirnos de que los eventos del mundo y su sentido son aprehensibles. Esta disolución de los puntos de vista centrales hace fluidos los horizontes históricos, que pierden su anterior carácter definitivo, dotándolos así de nuevas posibilidades.

Vivir en el fin de la historia no es entonces haber alcanzado el último escalón del progreso, sino la disolución de la historia y una reapropiación de su sentido en tanto que desrealiza los valores supremos y su lugar lo ocupa ahora la movilidad y pluralidad de valores. La ética de los imperativos pierde su rigidez cuando nuestra relación con la historia ya no puede procurar un punto firme sobre el cual apoyarnos. No se trata de sustituir un sistema de valores concluido y autosuficiente por uno equivalente pero superior en tanto que es más avanzado y completo. La salida de la modernidad no se da por la vía de la superación, sino por la del debilitamiento, lo que se pone en cuestión es la contundencia de su sistema de valores.

Ahora bien ¿cuáles son las consecuencias de este debilitamiento?, en lugar de presentarlo como una decadencia, deberíamos más bien cobrar conciencia de las nuevas posibilidades emancipatorias que se ofrecen. La disolución de los universales objetivos, en vez de una pérdida, es la consecuencia de la irrupción y la puesta en valor de la multiplicidad de interpretaciones del mundo e ideales, que nunca dejaron de existir, si bien quedaron sepultadas bajo la pretensión de fijar un punto de vista superior y absoluto, capaz de unificar y darle sentido a la vivencia de nuestro mundo. Cuando esta posibilidad desaparece, se hace ilusoria la idea de que exista un punto de vista comprehensivo de todos los demás y supremo. El temor a la decadencia pierde entonces todo su sentido si asumimos que no existe (ni es deseable que exista) una estructura superior respecto a la que decaer.

El nuevo pensamiento débil es la preparación para una ontología de la caducidad, que posibilita toda experiencia del mundo y está abierta a los cambios que se produzcan, la nueva forma camina sobre la senda de la oscilación de interpretaciones y valores y, sobre todo, la erosión de una única realidad inmutable.

Por supuesto, esta nueva relación tiene también repercusión sobre la forma de enfocar la actividad política, en la medida en el concepto de verdad pierde su centralidad y abre la puerta a una nueva forma de política que forzosamente debe dar cuenta de la pluralidad que es ahora evidente que no puede unificarse bajo una forma universal que dé cuenta de ella en su totalidad.

Si en política pudiera alcanzarse una verdad definitiva, la política tendría que disolverse automáticamente porque ya no tendría sentido; el ideal de la sociedad perfecta y eterna se acaba ahora para ser sustituido por la búsqueda de la sociedad justa [3], que lo es precisamente porque nunca está acabada y por lo tanto no necesita excluir cualquier transformación posterior. Una sociedad que se mantenga abierta al cambio porque caben opiniones diversas sobre hacia dónde debe dirigirse y en la cual lo único indiscutible es que nunca podrá ponerle fin a la discusión. Allí donde los universales pretendidamente objetivos encuentran su límite, en las interpretaciones enfrentadas, una sociedad justa se basa en estos conflictos de interpretación como un modo propio de funcionamiento.

El pensamiento débil es entonces la verdadera condición de posibilidad de la actividad política en nuestro mundo, el debilitamiento del estatus ontológico de los fundamentos abre nuevas vías de operatividad de los valores a la hora de dar cuenta de la vida en sociedad, en la medida en que ahora están disponibles para adaptarse a las demandas y necesidades de una vida en común cuya única característica inmutable es que nunca deja de cambiar.

Referencias

[1] G. Vattimo, El fin de la modernidad: nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna, Barcelona: Gedisa, 1986.

[2] G. Vattimo, En torno a la posmodernidad, Barcelona: Anthropos, 1990.

[3] G. Vattimo, Ecce Comu: cómo se llega a ser lo que se era, Barcelona: Paidós, 2009.

 

MARISA ARRIBAS