Diálogos, enigmas y límites hermenéuticos

Por David Wiehls

En una entrada anterior ensayaba una respuesta a la pregunta acerca de la posible supervivencia de la hermenéutica en el s.XXI. La pregunta no es baladí dada, por una parte, la tendencia en el actual contexto filosófico de revisar toda la herencia del pasado siglo a la luz del giro ontológico y, por otra, la relevancia que tuvo la filosofía hermenéutica de Heidegger en adelante, constituyéndose no solo como una de las principales corrientes de pensamiento de la filosofía continental, sino además como uno de los posteriores nexos de unión con la filosofía analítica –a través de Rorty–, dando lugar a lo que hoy se conoce como filosofía post-analítica y adelantando la intersección entre pensamiento continental y anglosajón que ha caracterizado después al realismo especulativo o filosofía poscontinental.

Mi intención ahora es abordar el mismo problema atendiendo a la formulación gadameriana de la filosofía hermenéutica, que devino canónica desde la publicación en 1960 de Verdad y Método. Lo haré atendiendo concretamente a un artículo de 1965 titulado Hombre y lenguaje, dada justamente la importancia del lenguaje no solo para la filosofía hermenéutica, sino para todo el pensamiento del siglo XX.

Hombre y lenguaje es un articulo que ejemplifica especialmente bien el modo de hacer filosofía de Gadamer, ya que posee prácticamente todos los rasgos característicos de su pensamiento, de manera que se hacen especialmente evidentes tanto sus grandezas como sus límites. Me propongo explorar dichos rasgos con el objetivo de forzarlos para que manifiesten los límites inherentes a la filosofía hermenéutica de Gadamer. Los dos ejes que articularán dicha crítica serán, por una parte, el modo en que la tradición filosófica es leída por Gadamer y, por otra, sus propias afirmaciones y posturas en el artículo en cuestión al respecto el lenguaje. Y es que si bien es un tema que no ha perdido del todo la vigencia que tuvo en el siglo XX, sí es cierto que el modo de abordarlo está sufriendo profundos cambios, principalmente desde posturas que critican el antropocentrismo inherente al giro lingüístico.

1. Diálogos. Gadamer ante los clásicos.

En primer lugar, el abordaje de la cuestión del lenguaje como un problema ligado esencialmente al ser del hombre manifiesta claramente la profunda herencia heideggeriana que está a la base de la hermenéutica de Gadamer. Al igual que la comprensión, el lenguaje es considerado aquí como expresión de un modo de ser fundamental del hombre –un existenciario [Existenziall] heideggeriano– y, por ello, analizado en términos ontológicos y no epistemológicos, algo que el propio Gadamer explicita al afirmar que “el lenguaje no es un medio más que la conciencia utiliza para comunicarse con el mundo. […] El lenguaje no es un medio ni una herramienta” (p. 147). Antes bien, el lenguaje nos “abre al mundo”, haciendo “pasar por el lenguaje” (p. 152) al entorno para que este pueda devenir humano.

Sin embargo, por otra parte se comprueba rápidamente cómo la herencia heideggeriana ya se encuentra “urbanizada” –en palabras de Habermas– en el pensamiento gadameriano. Y esto por dos motivos. El primero es el uso que se hace de la tradición filosófica. Si en Heidegger la historia de la filosofía –y en particular de la metafísica– es percibida generalmente como un lastre para el pensamiento por no haber tenido en cuenta la diferencia ontológica entre ser y ente, para Gadamer la tradición no sólo motiva ciertas reflexiones sobre diversos temas, sino que se apoya en ésta e incluso la suscribe. Así ocurre en Hombre y lenguaje, donde las reflexiones sobre la relación entre estos dos conceptos inicia precisamente con una reflexión en torno a la definición que ofrece Aristóteles del ser humano en su Política como animal rationale, “un ser vivo dotado de logos” (p. 145), y terminando de igual manera, dando la razón al estagirita.

Obviamente la relación de Gadamer con la tradición filosófica proviene de su propio análisis de la comprensión y su enfoque en el pasado como dimensión temporal fundante de este modo de ser, lo cual también se manifestará en sus consideraciones en torno al lenguaje. O lo que es lo mismo, y que el propio Gadamer también afirma: su interpretación del lenguaje, en tanto que se enmarca en la filosofía hermenéutica, sólo emerge realizando precisamente un ejercicio hermenéutico al interpretar –en este caso– las posturas de clásicos como Aristóteles o Von Humboldt.

El otro motivo por el que Gadamer se aleja de ciertos planteamientos heideggerianos es su herencia hegeliana. Cuando Gadamer afirma que su filosofía es una “teoría del diálogo social” o que el lenguaje ocupa el lugar, esencial para el ser humano, del consenso y el entendimiento, se hace evidente la influencia de un Hegel que es leído como filosofo de la reconciliación y la intersubjetividad y que, en esta confluencia con la cuestión del lenguaje, de algún modo ya anticipa las lecturas deflacionarias que se darían décadas más tarde en la filosofía anglosajona por parte de normativistas e inferencialistas como Brandom o Pippin.

En este sentido, Gadamer no solo urbaniza la provincia heideggeriana, sino que además “normaliza” la especulación hegeliana, devolviéndola al ámbito del espíritu objetivo, al dominio del entendimiento. Pareciera que el gran logro de Gadamer es ejemplificar y hacer accesibles las filosofías de estas dos grandes figuras cuyo pensamiento parece haber operado en la tradición como un agujero negro, impidiendo que cualquiera que se introdujese pudiese volver para contar al resto “qué quiso decir” Hegel o Heidegger.

De esto resulta que el lenguaje, entendido en su expresión dialógica –esto es, como la lengua efectiva, como habla [Sprache]–, da cuenta de las dos definiciones que ofrece Aristóteles del ser humano, no sólo como animal racional, sino también como animal social, zoon politikón. El lenguaje permite que el ser humano se haga cargo de sí, abriéndolo a un mundo que él mismo configura, siendo por tanto un modo de ser esencial de éste, al tiempo que implica que siempre se va a encontrar en relación con un Otro al que debe escuchar para poder establecer un diálogo, haciendo del lenguaje una lengua efectiva. El ser humano es un ser social porque su modo de ser es fundamentalmente dialógico.

2. Enigmas. Una lengua que habla del lenguaje.

Siendo así el lenguaje tan consustancial a la existencia humana, Gadamer se sorprende de que no se haya problematizado antes en la reflexión filosófica. Pero lo que llama realmente la atención a Gadamer es que cuando esta problematización se produce, es mediante una actitud científica que toma al lenguaje como un objeto analizado por un sujeto autoconsciente, sin tener en cuenta que “la esencia del lenguaje implica una inconsciencia realmente abismal del mismo” (p. 147). Para Gadamer, el enigma del lenguaje que vale la pena ser pensado por la filosofía es que “el “pensamiento sobre el lenguaje queda siempre involucrado en el lenguaje mismo. Sólo podemos pensar dentro del lenguaje, y esta inserción de nuestro pensamiento en el lenguaje es el enigma más profundo que el lenguaje propone al pensamiento” (p. 147).

Curiosamente, este enigma al que refiere es uno que también ha sido considerado en la filosofía de corte analítico, a saber: la coincidencia o identidad de lenguaje objeto y metalenguaje. Y aunque Gadamer recoja la noción de verdad como aletheia, como desvelamiento, al final la cuestión es muy similar al modo en que por ejemplo Donald Davidson concibe la verdad en términos coherentistas y holistas sin renunciar por ello a un cierto modelo de adecuación basado en la teoría semántica de la verdad de Tarski. Y la analogía puede ir más allá, puesto que justamente es esta visión coherentista y holista lo que lleva a Davidson a proponer una teoría de la interpretación radical que perfectamente podría suscribir afirmaciones de Gadamer como la siguiente: “Aprender a hablar no significa utilizar un instrumento ya existente para clasificar ese mundo familiar y conocido, sino que significa la adquisición de la familiaridad y conocimiento del mundo mismo tal y como nos sale al encuentro” (p. 148).

El asunto es, pues, que si el lenguaje ha de ser consistente –y lo es para Gadamer, ya que todo prejuicio que no se adecúa al objeto interpretado ha de ser rechazado para no producir inconsistencias– entonces pareciera que ha de ser incompleto. Y ha de serlo, puesto que se encuentra sumergido en un proceso interminable de reajustes, lo que Gadamer llama “diálogo”. El enigma se encuentra entonces en que esta recursividad del lenguaje –que caracteriza la relación entre metalenguaje y lenguaje objeto– no es solamente la marca de su incompletitud, sino que necesariamente ha de suponer una cierta estructura lingüística de un mundo no-humano. El lenguaje, al manifestar un modo de ser esencial del ser humano al tiempo que debe poder relacionarse con el “entorno” [Umwelt] para conformar un “mundo” [Welt] accesible lingüísticamente, se encuentra en una relación sumamente paradójica: es esencialmente humano y ha de poder relacionarse con aquello que escapa plenamente a lo humano en tanto que no-lingüístico.

El enigma del lenguaje es su vaivén entre la incompletitud y la inconsistencia. Sin embargo, el enorme humanismo de Gadamer parece cristalizar en un cierto antropocentrismo que le impide ir hasta el núcleo mismo del problema. Así, su referencia al “enigma” del lenguaje, que no puede sino recordar a la forma de los misterios, secretos sólo accesibles a ciertos iniciados, parece ser una huella de lo que algunos podrían considerar un cierto misticismo heideggeriano. De manera que el reemplazo del “dictum” del poeta por el diálogo social se nos muestra más bien como una suerte de secularización de la función configuradora del lenguaje en la que la “revelación” originaria que el poeta transmite a sus congéneres se declara como incomprensible en sí misma. Parafraseando la proposición 6.44 del Tractatus de Wittgenstein, “Lo enigmático no es cómo es el lenguaje, sino que sea”.

3. Límites. La jaula de la tradición en la hermenéutica

Cabe decir sin embargo que Gadamer parece intuir algunas de estas cuestiones que hemos señalado cuando indica que uno de los rasgos característicos del lenguaje es que éste solamente puede operar bajo la condición de no explicitar sus condiciones de posibilidad, esto es, su estructura normativa y formal. Cuando afirmaba Gadamer que la esencia del lenguaje es una inconsciencia abismal de sí mismo, valdría más la pena leer “lengua” y no “lenguaje”. La lengua funciona correctamente –es consistente– cuando no explicita su condición de lenguaje concreto o singular.

Vemos aquí de nuevo este ejercicio de normalización de Hegel, dado que justamente es esta recursividad del lenguaje al tratar de explicitar su estructura metalingüística lo que caracteriza a la proposición especulativa, y contra lo que Gadamer nos advierte como una operación que puede hacer desaparecer al “lenguaje real y efectivo” (p. 149). O en otras palabras, daría lugar a una perspectiva absoluta que para Gadamer es imposible dado que descentraría al sujeto de enunciación a partir del cual se constituye el horizonte hermenéutico. La apuesta de la hermenéutica por la intersubjetividad se muestra entonces como insuficiente para ir más allá de las filosofías de la conciencia. Y si bien afirma que “el habla no pertenece a la esfera del yo, sino a la del nosotros” (p. 150), podemos aún preguntarnos si acaso esta mera variación cuantitativa es suficiente para producir un cambio cualitativo. Es decir, si sustituir el “yo” por el “nosotros” realmente implica una “ausencia del yo” y no más bien su diseminación y multiplicación. Para una filosofía que pretendiese fundamentarse en la noción de conciencia o “yo”, desde luego esto significa encontrarse en una situación considerablemente más compleja. Pero no parece que sea un gesto adecuado para una postura que pretende deshacerse –al menos en apariencia– de la noción de fundamento.

En último término lo que tenemos es una variación del gesto kantiano en que pasamos de decir “sujeto” a decir “lenguaje” para luego afirmar su universalidad o trascendencia. La hermenéutica, fiel a su tiempo, se maneja sin problemas en el interior del giro lingüístico, y no es de extrañar que se conformase en la koyné de su época; una época en que aún no se sentían los efectos de dar por muerta a la modernidad. Aunque quizá deberíamos preguntarnos si no puede ser un error interpretar cierto legado de la modernidad de manera en que no podamos ir más allá de nuestra finitud, o más aún, ver en el lenguaje justamente la marca de tal finitud y no justamente una potencia de alcanzar lo no-humano.

MARISA ARRIBAS