¿Pervive la hermenéutica ante un mundo sin nosotros?

Por David Wiehls

Preguntarse por la pervivencia de cierta filosofía o corriente de pensamiento nos orienta hacia la cuestión de qué clase de criterio es necesario para abordar la pregunta adecuadamente. Este criterio debe tener en cuenta tanto la estructura de esta filosofía en tanto que pensamiento como las condiciones en que ésta emerge. Por tanto, el criterio no puede consistir sino en preguntarse por la relación entre la finitud de un pensamiento concreto históricamente fijado y la propia infinitud constitutiva del pensamiento. Pero, además, es preguntarse por aquella relación que existe entre la infinitud del pensamiento y las condiciones materiales finitas que obligan al pensamiento a concretarse de un determinado modo.

Preguntarse entonces por la pervivencia actual de la hermenéutica es tratar su relación con el campo infinito del pensar y la finitud histórico-material que la posibilita. Solo adentrándonos en esa doble relación podremos saber si ésta sigue siendo adecuada para pensar aquello que la finitud de nuestro momento histórico nos obliga a extraer de la potencia infinita del pensamiento. Ensayaremos aquí una respuesta que no busca ser exhaustiva, sino, a lo sumo, sugerente.

La primera relación por la que nos preguntamos es estrictamente teórica, y refiere a la posibilidad misma de la hermenéutica para mutar, transformarse, para sustraerse como pensamiento del campo mismo del pensar y, por tanto, reafirmarse en la potencia infinita de su origen.

Ahora bien, lo que encontramos desde Heidegger hasta Vattimo, pasando por Gadamer, es una reiteración de la finitud fundamental en que se mueve el pensamiento que es la hermenéutica. Esto viene marcado por la estructura preontológica del Dasein, que encuentra con angustia si finitud ante el “anonadamiento” de la nada en su sustraerse de la totalidad del ente. Esta diferencia ontológica marca un límite que hace del Dasein trascendente, pero ubicándolo en un impasse que hace de sus modos de ser o “existenciarios” algo también finito. Dado que el Dasein se relaciona con la Existencia como aquel ser con el que puede comportarse de una u otra manera, el hacer del ser humano –tanto teórico como práctico– está siempre marcado por la finitud de la existencia. La estructura preontológica finita del Dasein da lugar a una estructura ontológica de la comprensión también finita, que se concreta en la forma del prejuicio y la tradición.

De manera que el Dasein como ser del ser humano, y por consiguiente su comprensión, es irrevocablemente finita. De ahí que la insistencia y el desarrollo de esta estructura circular de la comprensión solo haya podido redundar en su propia finitud. El pensamiento se impone así un límite trascendental que cada vez se encuentra más cerca de su existencia inmediata, finita. Se produce, en efecto, un debilitamiento del pensamiento que abandona la posibilidad de ir más allá de sí mismo. Podemos comprender más, fusionar horizontes, pero no podemos sustraernos del lugar de nuestra enunciación o pensar. Como afirma Vattimo, no podemos hablar from nowhere, es decir, desde la nada del ser heideggeriano. Ésta siempre nos repele, nos demarca.

En último término, la hermenéutica niega la infinitud del campo del pensar, siempre queda lo incomprensible, lo que cae fuera del lenguaje y del mundo. Y aunque trate de superar la dicotomía sujeto/objeto, la comprensión siempre está marcada por el encuentro, la experiencia de un objeto que nos interpela. Pero para ser interpelados requerimos hablar una misma lengua, compartir una cierta herencia o tradición [Überlieferung]. Nunca podemos ir más allá de nosotros mismos, aunque éste sea un “Nosotros” trascendental. El viraje de Vattimo hacia Heidegger y Nietzsche en su intento de radicalización de la hermenéutica gadameriana no hace sino fijar la forma finita del pensamiento qua comprensión, encerrándolo sobre sí mismo, dejándolo frente al espejo de la tradición, el cual devuelve una imagen que difícilmente favorece la aparición de lo radicalmente nuevo. Así, la hermenéutica parece incapaz de releerse a sí misma desde una perspectiva que abra nuevas posibilidades al pensamiento.

En lo que respecta a la relación de la hermenéutica con sus condiciones histórico-materiales, y por tanto su dimensión práctica –que le es esencial–, encontramos rápidamente su contexto de aparición y de lectura: las dos Guerras Mundiales y la Guerra Fría. No es pues de extrañar que ésta sea una filosofía dialógica en su sentido tradicional. Su buena recepción por parte de Habermas da cuenta de ello. Se podría decir que es una filosofía de la reconciliación. Esto es, inseparable de la herencia antropocéntrica de Hegel –que no corresponde necesariamente con su filosofía, sino más bien a su interpretación hegemónica durante el siglo XX–. De ahí el acento de Gadamer en la noción de Espíritu Objetivo, en lugar de optar por una postura especulativa o absoluta que llevaría a esta visión o perspectiva from nowhere que apunta Vattimo como imposible. La filosofía de Gadamer, como él mismo dice, es una teoría del diálogo social cuyo fin último es que la humanidad pueda reconciliarse en la aceptación de sus diferencias de origen cultural. En ese sentido, la crítica de Habermas da en el clavo al apuntar a la renuncia de la hermenéutica a una capacidad emancipadora de la razón –independientemente de cómo se conciba esta emancipación–.

La hermenéutica, con su acento en el diálogo y la comprensión es, pues, una filosofía reformista. Un pensamiento al que la tradición pesa demasiado como para dejarla ir o, al menos, no apoyarse constantemente en ella. Su historicidad es una historicidad a pasado, e incluso la apertura a futuro que encontramos en su origen heideggeriano es tal que parece dirigirse siempre e inevitablemente hacia la muerte. La cuestión radica entonces en lo siguiente: ¿es posible, incluso necesario, pensar hoy en un hacer reformista, centrado en la tradición? ¿O nuestras circunstancias actuales nos obligan a un pensamiento que se haga cargo de lo que aparece como imposible al tiempo que inevitable?

La problemática que nos interpela hoy posee justamente esas características: la catástrofe climática. La peculiaridad de ésta es que nos enfrenta a nuestra finitud no ya como individuos, sino como especie, abriendo el campo de lo posible a una realidad sin humanidad de la que seríamos responsables. Nos interpela a comprender lo incompensible: un mundo que no es un mundo. Un “mundo sin nosotros” que debería ser pensado en toda su radicalidad, empujando al pensamiento más allá de sus propios límites. Ahora bien, lejos de implicar esto una mera aceptación de la extinción, lo que significa es que debemos poder pensar nuestra coexistencia con una realidad ya inhumana y el modo en que la afectamos y nos afecta. Por tanto, el pensamiento debe ir más allá no solo de su mundo [Welt], sino también de su entorno [Umwelt]. La Tierra se convierte en la marca de una finitud más profunda del pensamiento que la propia vida humana, y la obligación del pensamiento es por ende salir de ésta.

Pareciera pues que la hermenéutica no puede realizar ese ejercicio del pensamiento más que a costa de desprenderse de algunas de sus tesis fundamentales. Y, quizá como quiso Vattimo, solo pueda sobrevivir radicalizando su raíz en el pensamiento heideggeriano. Pero no al modo que él propone, sino siendo capaces de habitar la angustia de la nada, explorando sus abismos en lugar de retroceder como Heidegger a la espera de un contacto casi místico –o místico, pero irrreligioso– con un nuevo sentido del Ser revelado por algún poeta. Quizá valga más la pena en ese sentido salvar el humanismo de Gadamer, aunque al precio de hacerlo, a sus ojos, inhumano.

Con todo, podemos decir que la suerte que pueda correr la hermenéutica en un futuro, si nada cambia, parece ser la misma que correrá la propia humanidad: dar de bruces con su finitud sin posibilidad de superarla; la muerte. 

MARISA ARRIBAS