Lo cotidiano capitalista y la Internacional Situacionista I (De la visión de Lefebvre a la acción de Debord)
Por Federica Matelli
La influencia de Lefebvre en las teorías situacionistas es considerable, como subraya Anselm Jappe[1], uno de los mayores estudiosos de Debord. Es notorio que este último había leído el primer volumen de la Crítica de la vida cotidiana, donde Lefebvre afirmaba que lo cotidiano es la única realidad frente a la irrealidad de las grandes ideas, rompiendo así con la concepción estalinista, dominante en la época, según la cual la base económica, la infraestructura, determina mecánicamente la superestructura, en la que están insertos los modos de vivir. Las ideas de Lefebvre adelantan temas que serán fundamentales en las teorías situacionistas de los años sesenta, como su constatación del deterioro de la vida cotidiana contrapuesta a la técnica (industrial) en la época moderna y en la economía fordista, durante la cual aquella representa un atraso en comparación con el desarrollo tecnológico e industrial, lo que le lleva a hablar de una «desigualdad de desarrollo»[2]. Anselm Jappe resume en cinco puntos la influencia fundamental de Lefebvre sobre Guy Debord:
«Se percibe el distanciamiento del estalinismo, y se vislumbra el terreno de encuentro con Debord en una serie de análisis: a la idea corriente de que el hombre se realiza en el trabajo, Lefebvre objeta que el trabajo parcelizado destruye esa posibilidad (Cdvq I, 48); observa que la alienación económica no es la única alienación (Cdvq I, 72); rechaza la socialización a través del Estado que “parece ser entonces el único vínculo entre los átomos sociales” (Cdvq I, 103); sostiene que la vida cotidiana y el grado de felicidad que en ella se alcanza son un parámetro para medir el progreso social, incluso en los países supuestamente socialistas (Cdvq I, 58), y afirma que “las cosas avanzan por su lado peor” (Cdvq I, 82). El concepto de Lefebvre según el cual lo cotidiano es la frontera entre lo dominado y lo no dominado, en donde nace la alienación, pero también la desalienación (Cdvq I, 97), se vuelve a encontrar en la teoría situacionista»[3].
Tanto Debord como Lefebvre consideran lo cotidiano completamente colonizado, sobre todo en las nuevas ciudades, que testimonian el deterioro de la vida cotidiana. Como Jappe nos hace notar, ambos destacan que lo cotidiano y la historia se han venido separando y lo cotidiano sigue el movimiento histórico con un cierto retraso, como un sector subdesarrollado y colonizado, pero al mismo tiempo la vida cotidiana, al mantenerse separada de la historia, también resiste a los trastornos que el desarrollo de las fuerzas productivas provoca en otras esferas de la sociedad, y en este sentido puede ser considerada una fuerza revolucionaria. Lefebvre y Debord llegaron a colaborar hasta 1965, cuando se separaron acusándose recíprocamente de plagio[4]. A partir de esta fecha los intereses de la Internacional Situacionista se volverán más prácticos y se orientarán a la búsqueda de los medios de aplicación de sus teorías, entre los cuales el arte ocupa un lugar privilegiado. El texto más conocido de Guy Debord, La sociedad del espectáculo, escrito en 1967, será una referencia clave para el pensamiento crítico de los años posteriores y para el movimiento del 68 hasta su parcial revisión en Comentarios a la sociedad del espectáculo, de 1988, donde el autor se ve obligado a reformular las tesis del primer libro a tenor de los cambios políticos y el desarrollo de la economía posfordista.
El concepto de espectáculo, anclado en la vida cotidiana, es primordial para la teoría situacionista y constituye la gran aportación de Guy Debord a la crítica sociopolitica. Cuando se habla de espectáculo en la mayoría de los textos posteriores, se alude a la tiranía de la televisión y de los medios de comunicación de masas. Sin embargo, en realidad para Debord este era el aspecto más superficial del concepto, que según él tenía un alcance mucho más amplio. De todas formas, es cierto que en el centro de las teorías situacionistas está la constatación de que la difusión de los mass media en la sociedad moderna y su crecimiento exponencial condicionan la vida cotidiana y favorecen una contemplación pasiva de las imágenes ‒además elegidas por otros (estamos hablando de los años sesenta, cuando aún no existía Internet)‒ que sustituye e inhibe en el sujeto contemporáneo la capacidad de vivir y de determinar por sí mismo los acontecimientos. Esta constatación está en la base del pensamiento y de las actividades de la Internacional Situacionista, sobre todo con respecto a la exigencia de que el arte se vuelva «creación de situaciones». Debord teje una relación estrecha entre el concepto de espectáculo y el de alienación, puesto que ve en el espectáculo una evolución de la alienación moderna ya definida por Marx: si en un primer momento el ser del sujeto moderno se veía alienado por el «tener» (para ser hay que tener), en la época del espectáculo asistimos a una degradación del «tener» hacia el «parecer». En este sentido el análisis de Debord es visionario y adelanta lo que se volverá evidente y dominante en la época posterior. A este respecto, escribe Ansel Jappe:
«El análisis de Debord parte de la experiencia cotidiana del empobrecimiento de la vida cotidiana, de su fragmentación en ámbitos cada vez más separados y de la pérdida de todo aspecto unitario de la sociedad. El espectáculo consiste en la re-composición de los aspectos separados en el plano de la imagen. Todo aquello de lo cual la vida carece se reencuentra en ese conjunto de representaciones independientes que es el espectáculo. Como ejemplo cabe citar a los personajes famosos, actores y políticos, que deben representar aquel conjunto de cualidades humanas y disfrute de la vida que se halla ausente de la vida afectiva de todos los demás, que se encuentran aprisionados en unos roles miserable (SdE 60-61). “Alfa y omega del espectáculo” es la separación (SdE 25), y si los individuos se hallan separados unos de los otros, solo reencuentran su unidad en el espectáculo, donde “las imágenes desprendidas de cada aspecto de la vida se fusionan en un cauce común” (SdE 2). Pero los individuos se encuentran unidos allí solo en cuanto separados (29), puesto que el espectáculo acapara toda comunicación: la comunicación se vuelve enteramente unilateral; es el espectáculo quien habla, mientras los “átomos sociales” escuchan»[5].
El objetivo de la inmensa maquinaria del espectáculo es, según él, la justificación continua e infinita de la sociedad existente, mientras las condiciones en las cuales se funda, y que lo mantienen, son la constante renovación tecnológica y la fusión económico-estatal. Asimismo, las consecuencias de su instauración serán: el secreto general, la falsedad, un eterno presente y la sustitución por doquier de la realidad por su imagen. En este sentido constataremos que estas tesis de Guy Debord tendrán eco en gran parte de la posterior teoría crítica posmoderna. De aquí que la teoría se focalice en el análisis de la imagen y en la crítica de la representación; pero, como justamente advierte Jappe retomando a Debord, el problema no debería centrarse tanto en la «imagen» o en la «representación» en cuanto tales como en la sociedad que necesita esas imágenes[6]. Las imágenes en la sociedad del espectáculo constituyen una nueva forma de trascendencia: si el hombre religioso de los siglos pasados había proyectado su deseo de poder en los cielos, donde este adquiría los rasgos de Dios, el espectáculo realiza la misma operación, pero en la tierra y en lo cotidiano. No nos hemos liberado, y no nos liberaremos de la trascendencia, hasta que cada idea y gesto encuentren sentido solo fuera de sí mismos, en la imagen. El uso social de la imagen está asociado desde siempre al poder:
«Todo eso ni es una fatalidad ni el resultado inevitable del desarrollo de la técnica. La separación que se ha producido entre la actividad real de la sociedad y su representación es consecuencia de las separaciones que se han producido en el seno de la sociedad misma. La separación más antigua es la del Poder, y es ella la que ha creado todas las demás. A partir de la disolución de las comunidades primitivas, todas las sociedades han conocido en su interior un poder institucionalizado, una instancia separada, y todos esos poderes tenían algo de espectacular. Pero solo en la época moderna el poder ha podido acumular los medios suficientes no solo para instaurar un dominio capilar sobre todos los aspectos de la vida, sino para poder modelar activamente la sociedad conforme a las propias exigencias. Lo hace principalmente mediante una producción material que tiende a recrear constantemente todo aquello que produce aislamiento y separación, desde el automóvil hasta la televisión»[7].
Otro concepto predominante en su teoría del espectáculo es el de valor de cambio: reconoce que en el estado actual de la sociedad el valor de cambio determina el valor de uso, hasta el punto de que la mercancía no contiene ni un átomo de valor de uso, sino que es consumida casi exclusivamente por ser mercancía. De ahí la cantidad de cosas totalmente inútiles que la producción capitalista es capaz de generar. Respecto a la relación entre la economía y el espectáculo, se podría añadir que todo el aparato espectacular es una maquinaria que funciona de manera «tautológica», puesto que está producido por el sector económico en manos de la burguesía con el fin de justificar la organización del trabajo, que a su vez está en la base de la producción. Así pues, se puede concluir que todo el espectáculo sostiene y justifica el modo de producción explotador dominante. En este sentido, mientras que el trabajo está organizado por el sector económico, el espectáculo garantiza la organización del tiempo libre. Puntualiza Jappe:
«La “economía” se ha de entender aquí, por tanto, como una parte de la actividad humana global que domina todo el resto. El espectáculo no es otra cosa que este dominio autocrático de la economía mercantil (p. ej., Cm: 12). La economía autonomizada es ya de por sí una alienación; la producción económica se basa en la alienación; la alienación se ha convertido en su producto principal, y el dominio de la economía sobre la sociedad entera entraña esa difusión máxima de la alienación que constituye precisamente el espectáculo. […] Se habrá comprendido que aquí no se habla de economía en el sentido de la “producción material”, sin la cual, obviamente, ninguna sociedad podría existir. Aquí se habla de una economía que se ha independizado y que somete a la vida humana; lo cual es consecuencia del triunfo de la mercancía en el interior del modo de producción»[8].
En otras palabras, podemos decir que Debord concibe el espectáculo como alienación, es decir, un proceso de abstracción que empieza con la mercancía y su estructura y comprende, por tanto, la parte material de la sociedad y no solo la parte visual-conceptual-lingüística (superestructural). Esta idea estaba ya presente en Marx, pero no tuvo antes de Debord mucho desarrollo en la historia del marxismo. El concepto de alienación en la cultura moderna merece aún una larga cita de Anselm Jappe, que nos recuerda que:
«Para Hegel, la alienación está constituida por el mundo objetivo y sensible, hasta que el sujeto llega a reconocer en este mundo su propio producto. También para los “jóvenes hegelianos” Ludwing Feurbach, Moses Hess y el primer Marx, la alienación es una inversión de sujeto y predicado, de lo concreto y lo abstracto. Ellos la conciben, sin embargo, de una manera exactamente opuesta a Hegel: el verdadero sujeto es para ellos el hombre en su existencia sensible y concreta. Este hombre se vuelve alienado cuando se convierte en predicado de una abstracción, que él mismo ha puesto, pero que no reconoce ya como tal y que se le aparece, por tanto, como un sujeto. Así el hombre acaba dependiendo de su propio producto que se ha independizado. Feuerbach descubre la alienación en la proyección de la potencia humana al cielo de la religión, que deja impotente al hombre terrenal; pero la vuelve a encontrar asimismo en las abstracciones de la filosofía idealista, para la cual el hombre en su existencia concreta no es más que una forma fenoménica del Espítitu y de lo universal. Hess y el joven Marx identifican otras dos alienaciones fundamentales en el Estado y en el dinero, dos abstracciones en las que el hombre se aliena en calidad de miembro de una comunidad de trabajadores. […] En todas las formas de alienación, el individuo concreto posee valor solo en cuanto participa de lo abstracto, es decir, en cuanto posee dinero, es ciudadano del Estado, es un hombre ante Dios o un “sí-mismo” en sentido filosófico. Las actividades del hombre no tienen ningún fin en sí mismas, sino que sirven exclusivamente para que pueda alcanzar lo que él mismo ha creado y que, aun siendo concebido como mero medio, se ha transformado en un fin. El dinero es el ejemplo más evidente»[9].
A partir de aquí, Debord sitúa el espectáculo en el nivel más alto de esta tendencia a la abstracción de la cultura occidental, porque en este punto la vida se ve desvalorizada en favor de abstracciones desobjetivizadas, cuya forma más extrema son las imágenes. Pero fue Marx el primero en identificar el origen y núcleo de este proceso de abstracción de la sociedad moderna en la «forma mercancía», en su doble carácter de valor de uso y valor de cambio, y en la «sustancia valor», es decir, la cantidad de trabajo abstracto necesario para la producción de una determinada mercancía, cuya forma final (del trabajo abstracto) es el dinero. El trabajo mismo sufre este proceso de abstracción y se transforma en mercancía vendible (la fuerza de trabajo). El valor de uso de cualquier objeto se presenta siempre determinado por el valor de cambio, es decir, el dinero. Y, añade Marx, con la producción material se genera contemporáneamente el vínculo social, dado que a su juicio las relaciones sociales no son solo las que se establecen entre personas, sino la suma de las relaciones entre las personas y entre las cosas. El señorío del valor de cambio determina también el carácter fetichista de la mercancía en la sociedad moderna, derivado del hecho que la vida humana en su totalidad queda subordinada a las leyes que surgen de la índole del valor. Así que, siguiendo este razonamiento, el valor no es simplemente un concepto económico, sino también una forma social totalizante, que además es responsable de la división de la vida social en sus diferentes estratos y del aislamiento de los individuos en la sociedad moderna, que se encamina hacia un creciente individualismo, puesto que cada uno produce en base a sus propios intereses. En dicha sociedad el vínculo social que une a las personas no existe antes del individuo, sino que se establece posteriormente solo a través del intercambio de sus mercancías.
[1] Jappe Ansel, Guy Debord (Barcelona: Anagrama, 1998), p. 89.