Hacia una política especulativa

Por Víctor Hermoso

En Nunca fuimos modernos (1991) el pensador francés Bruno Latour caracterizaba 1989 como el “año milagroso”. La caída del Muro de Berlín se observó desde occidente como la consumación del sueño liberal de un mercado global y la victoria decisiva de las democracias occidentales sobre el socialismo. Las subsiguientes —y oportunistas— hipótesis del “fin de la historia” eran rayanas al entusiasmo que el “Viejo Jacobino” experimentó al saber de la toma de la Bastilla desde su sillón de Königsberg. Sin embargo, lo reprimido siempre torna (a veces de manera abyecta) y las alegrías duran tanto como la modorra de los sueños de un visionario: paralelamente al desplome del bloque soviético, ese mismo año de 1989, Latour nos recuerda, se celebran las primeras conferencias en Londres, Ámsterdam y Paris sobre el estado global del planeta que, en una paradójica y sardónica simetría, anunciaban tanto el fin del capitalismo como explotación ilimitada de los recursos naturales así como su correlato de un crecimiento económico ad infinitum. La finitud había hecho su gloriosa entrada.

Desde entonces parece que la emergencia climática (o la era del Antropoceno, como algunos prefieren denominarla), nos enfrenta a nuestra finitud como especie: la catástrofe es existencial.[1] La Tierra emerge vehementemente como entidad inhumana; el antaño esclavo sometido por la humanidad torna como su verdugo existencial. Gaia ha devenido un actor político de primer orden dejando a las filosofías continentales anonadadas; encerradas en la cárcel del lenguaje sus explicaciones resultan pueriles ante los hiper-objetos: fenómenos que escapan a cualquier escala de experiencia humana. Visto desde esta perspectiva, el giro en filosofía hacia ontologías realistas y materialistas en el siglo XXI (realismo especulativo, OOO, aceleracionismo, xenofeminismo…) se puede dilucidar casi en términos puramente sociológicos. La finitud asoma de nuevo.

La emergencia de la naturaleza como actor político de primer orden ha revalorizado el pensamiento que trató de salir del círculo de la correlación y tematizar lo no-humano; a su vez, también ha facilitado la emergencia de nuevas agencias más allá de la finitud. En nuestro presente deslucen como ingenuas aquellas teorías que encerraron la acción en la correlación sujeto-objeto. En términos del pensamiento político, el paradigma dominante fue la propuesta hegemónica de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe: una vez pasado a Gramsci por el cedazo lingüístico de Ferdinand de Saussure, la práctica política se redujo a un acto nominativo que establecía relaciones de equivalencia mediadas por el lenguaje. Las cadenas de equivalencias habían obliterado toda relación u ontología materialista que pudiese no solo transformar el sentido que los humanos otorgamos a las cosas, sino transformarlas a ellas mismas. La Tierra, las dinámicas emergentes de sistemas altamente complejos, el género, el capitalismo como estructura global… quedaban como impensables una vez escapaban del estrecho corsé del lenguaje.

La agencia, la posibilidad de pensar la acción manteniendo la simetría que coproduce al sujeto y al objeto, es el mapa por que debemos navegar para enfrentarnos a este mundo caótico repleto de hiperobjetos que escapan al trascendentalismo humano y de entidades híbridas (humanas y no-humanas) como la capa de ozono: “narradas como el lenguaje, reales como la naturaleza y colectivas como la sociedad”.[2] La agencia permite, en definitiva, concebir la capacidad de actuar no desde la prioridad ontológica del sujeto, sino como una posibilidad de generar conexiones, ensamblajes entre entidades y procesos diversos. Esto es, pensar la acción humana en simetría con los agentes no-humanos: un imposible para la gramática hermenéutica.[3]

Bruno Latour, en cierta medida involuntario padre del realismo especulativo, es un buen ejemplo de un pensamiento que supera la dicotomía asimétrica del sujeto-objeto, dotando de una ontología plana a las entidades híbridas que pueblan nuestro planeta. El “Imperio del Medio”, aquello entre los quasi-objetos y quasi-sujetos, es el gran descuido de la filosofía moderna. Un olvido que, no obstante, funda su “constitución” de la misma manera que el olvido del ser en Heidegger constituye su recuerdo. Así, si nuestra Constitución del 78 se troleaba a sí misma cuando dictaba la posibilidad de la planificación económica, también la Constitución de los modernos levantaba la mano contra si misma cuando mediante los procesos de purificación (distinción) negaba la existencia de híbridos, al tiempo que en la práctica los multiplica mediante sucesivas traducciones (conjunción).

Atendiendo a esta lógica, el pensamiento político posmoderno formó parte de una de las respuestas purificadoras a los híbridos que nos habitan. Esto es, al mantener la escisión entre humanos y no humanos, excluía a los objetos del mundo social y así pretendía encerrar todos los fenómenos bajo una misma lógica omnicomprensiva, reduciendo el resto de entidades (ya sean sistemas, luchas políticas, infraestructuras, glaciares o neutrones) a un mero affaire lingüístico en competencia hegemónica. La reducción de todo fenómeno a lenguaje supone que en nuestras interacciones los humanos no depositamos formas políticas, organizativas o hegemónicas en las entidades materiales, como si no fueran estas precisamente las que sostienen y solidifican lo social; lo cierto es que las emisiones de CO2, la covid-19 o la financiarización de los residuos dan tanta forma política a nuestro planeta como las Constituciones políticas. Al contrario, la política posmoderna, haciendo como si el orden social debiera continuamente crearse ex nihilo en interacciones face-to-face entre humanos, acabó creando una interesante teoría para comprender las sociedades de babuinos.

Lamentablemente o no, no todo iban a ser mieles para Latour y sus acólitos. Pese a sus esfuerzos por desmentirlo, el pensador francés (y en cierta medida todo el programa de la Teoría Actor-Red) sigue anclado en la misma cárcel del lenguaje de la que pretendía salir. Cuando metodológicamente propone seguir a los actantes nos lleven a donde nos lleven, partiendo de las concepciones y nociones que ellos mismos proponen, no hace sino perseguir hormigas mientras la colonia, ajena, se erige majestuosamente inalcanzable. Tan empecinado en seguir a los actantes por sus redes y mantener plana su ontología han acabado por suscribir la tesis que pretendíamos evitar: no hay estructuras o dinámicas organizativas, el capitalismo no existe; tan solo existen redes, tejidos sin costura entre humanos y no-humanos.

Una excelente candidata para sortear estas dificultades ha sido la teoría de la hegemonía compleja de Alex Williams, conocido por ser el coautor junto con Nick Srnicek del Manifiesto por una Política Aceleracionista (2013). Alejándose de la ingenuidad y superficialidad que caracterizó la breve hazaña de constituir un “aceleracionismo de izquierdas”, Williams ha rescatado el pensamiento hegemónico de Gramsci de las garras del posmarxismo y lo ha reinterpretado materialmente desde las teorías de los sistemas complejos. Al hacerlo también ha puesto más claramente sobre la mesa el vínculo que une a este aceleracionismo con el realismo especulativo, al tiempo que lo aleja del autonomismo italiano y del posmarxismo en general.

El resultado es una fresca teoría normativa, material y transformacional; la hegemonía ya no depende de una lógica omnicomprensiva que totaliza el resto de entidades, sino que, respetando la simetría entre humanos y no-humanos, la concibe como un sistema multicausal en el que distintas entidades con lógicas endógenas interactúan generando procesos emergentes que moldean la totalidad. Pese a las semejanzas con la teoría Actor-Red de Latour, es reseñable destacar como, al analizar la aparición de dinámicas, inercias y procesos emergentes que pueden ser determinantes para el conjunto, el pensamiento de Williams parece dar mejor cuenta de las dominaciones, inequidades y jerarquías de estas redes de entidades que nos atraviesan y moldean.

Veremos hasta dónde puede llevarnos esta nueva política especulativa. Confiar en ella quizás nos convierta en aquellos visionarios soñadores sobre los que Kant nos quiso aleccionar. Puede que no seamos capaces de superar la finitud, pero al menos hemos despertado de la modorra.


[1] Debo esta idea a la hipótesis de investigación de mi buen compañero y amigo José Pujante.

[2] Bruno Latour, Nunca fuimos modernos (Buenos Aires: Siglo XXI, 2007), 22.

[3] Véase al respecto la entrada de David Wiehls en este mismo blog: https://materiaoscuraeditorial.com/blog/2020/2/4/pervive-la-hermenutica-ante-un-mundo-sin-nosotros

MARISA ARRIBAS